Toqué su pelo, tan suave como la lindeza de lo que fue su cabello. En mis ojos cerrados podía contemplarla: su rostro, blanco como la nieve; su invierno en ese musgo de una mirada serena y, a la vez, penetrante; la melancolía tan hermosa de su sonrisa.
Todo arrebatado en un mordisco: ojos rojos que también murieron ante mí, ante mi furia y mi ira por quitarme la vida, dueña del ser al que ya no pertenezco —a mí mismo.
No volvió a nacer; sino que, en su huida, su alma buscó un cuerpo… un cuerpo feral que había sido abandonado casi a la vez que el de ella. Y allí quedó, refugiada, buscándome una y otra vez hasta encontrarme…

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