La noche yacía con su manto gélido sobre mi pálido rostro, el cual, no sabía dónde mirar, al igual que mis pies no me guiaban en una dirección concreta, me hallaba en la solitaria nada, como mi solitaria alma.
En un otoño cadente, las hojas crujían en mis pasos dubitativos, el cabello negro y ondulado bailaba al compás del viento suave como la piel en terciopelo blanco que adornaba mi cuerpo, voluptuosidad encarnada, formosa figura con rostro triste, aunque elegante y femenino, pues brillantes ojos verdes lo vestían de misterio y en labios jugosos, portaba el pecado del silencio, voz que invitaba a ser escuchada en una melodiosa melancolía, culta y experimentada, esa era yo, una mujer hecha dama en la oscuridad de un interior repleto de luz, ambivalencia mística, sufrimiento silente y observador de la naturaleza.
Había estado paseando en un lugar apartado del pueblo, donde los árboles ofrecen su follaje, donde los animales libremente viven y se complementan, donde los sueños se gestan entre las ramas, la nebulosidad y el canto de los pájaros, excelsa escena escogida para liberar el interior y dar rienda suelta a la profunda meditación. En esa caminata gloriosa de sonidos esplendorosos y envolventes me dejé llevar hasta adentrarme, sin darme cuenta, en la profundidad de un bosque que desconocía, y es que, mientras contemplaba la grandiosa creación que nos da vida, había escuchado lo que parecía ser un ave, no era un búho, no era una perdiz, no era un gorrión. Sus sonidos imitaban los míos y había atisbado en su rapidez cómo me había estado persiguiendo ella también...

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